Como todos desde hace días, estoy en mi casa, en mi hogar, ese lugar que he ido construyendo con amor y con esmero y que ha sido mi refugio junto a mi hijo los últimos 14 años. Siempre he sentido una felicidad profunda al llegar a casa, al abrir la puerta y sentir su olor. Descansar en mi sofá de IKEA; Leer sosegadamente y quedarme suavemente dormida los sábados por la tarde. Darme una ducha reparadora a cualquier hora del día.
Siempre he echado de menos más tiempo para estar en casa. Salgo a hacer deporte casi de madrugada y antes de las ocho dejamos nuestro refugio vacío. Ordenado y listo para el atardecer, para nuestra vuelta de un día intenso de trabajo y de colegio. Regresamos agotados a seguir trabajando, hacer deberes, cena y descansar para volver a empezar de madrugada al día siguiente.
Hoy han pasado menos de seís días y me siento afortunada pero a la vez perdida, completamente perdida. Como en la película Alien, pero sin ser esa colosal Sigourney Weaver, siento que mi casa se ha convertido en una nave espacial en la que estoy atrapada, en mitad del espacio. Es de noche, es silencio que tanto deseaba ahora casi me asusta y tras las ventanas se siente el silencio y el miedo.
El primer día de nuestra reclusión, me levanté antes que nunca y empecé a definir unas rutinas que igual que hacen los astronautas en las películas del espacio y seguro que en la realidad, con sus planes de vuelo y sus rutinas diarias que chequean de forma obsesiva. Hice ejercicio y me vestí para ir a trabajar… al salón. Me acicalé y cambié hasta de pendientes para que fueran a juego de la camiseta. Empecé a dejar por escrito lo que iba haciendo y definiendo y planeando listas para todo, de forma obsesiva.
«Cada día será igual que el anterior y lo será como el siguiente, pensé, escríbelo todo, Mosiri, nunca se sabe.»
Esos mini calendarios, me están salvando la vida. El horario diario para tener cierto orden, reuniones; comer; más reuniones; merendar; más reuniones; escribir… Parece que Teams me hubiera absorbido. Nunca había tenido tantas reuniones y parece que la sabia inteligencia artificial de Teams me saca de una reunión y me lanza a otra sin control, sin consideración diría yo más bien. No hay que mirar la agenda solo tienes que apretar a «join», Teams sabe dónde tienes que estar y te tele transporta. Y ya estás dentro, volando por el espacio para trasladarte de un tema a otro; de una crisis a otra; de una oportunidad a otra.
No he sido capaz de abrir un libro desde hace mas de diez días. Siento una responsabilidad exagerada de trabajar y no soy capaz de parar. Tampoco Teams me lo permitiría, me mantiene firme.
Sigo aquí en mi Nave Espacial. Ordenando en mi cerebro ideas y sueños mientras ordeno tareas en papeles que pego en mi panel de control. Rodeada de libros, ordenadores, cargadores, cables, libretas y móviles. He agotado todo el papel y las fichas de papel rígido que uso para pensar.
Como en Alien. Ya está anocheciendo y veo la tierra, la calle solitaria, húmeda y vacía. Parece que está cerca pero la distancia, como hasta ahora la velocidad y el tiempo, se han convertido en algo relativo. Parece que esta cerca, pero es un abismo lo que me separa de ella.
Suena la radio, no es Cabo Cañaveral, ni son mis compañeros de la nave nodriza, ni una grabación elaborada hace 100 años por mis predecesores, los que vivieron en esta nave hace muchos años luz. Es sólo un transistor que compré hace poco más de un mes, «por si acaso» y compré tres. Está encendido en la habitación de al lado para que como a mi abuelita, el murmullo de las voces en la lejanía me hagan compañía. Me acerco y la apago, no, mejor bajo el volumen, así sé que siguen ahí, en algún estudio virtual en Madrid, o radiando desde sus casas y sé que no estoy sola.
Mañana amaneceré como cada día, una voz me despertará a la misma hora de siempre y quedará un día menos para volver a nuestro planeta tierra y poder sentir los inmensos colores, los potentes aromas, los gritos intensos de la vida volver a despertar en primavera. Una primavera que nos hará llorar a todos de emoción, por haber entendido, por fin, que la vida es un regalo. Sus estaciones un privilegio. Pasear, es un don de Dios. El mar es un paraíso y los afectos y los besos un tesoro infinito que ya no deberemos malgastar nunca más.
No demos nada por sentado. Incluso sin ir al espacio, podemos sentirnos solos como en una nave espacial.
A la espera de instrucciones para aterrizar de vuelta en el planeta tierra, seguiré escribiendo. Quizás alguien tras alguna ventana me lea y le distraiga durante un ratito.
Gracias por leerme.
Sigourney Weaver…Mosiri