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Escuela para una vida. Conversaciones

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Y paramos y hablamos.

Sí, mirándonos. ¡Qué transgresor!

¿Cuándo empezó todo? ¿Cuándo lo verdaderamente revolucionario es vivir con sensatez? ¿Cuándo sentarse a hablar y escucharse es lo transformador? ¿Cuándo ir a la peluqueria sin el ordenador, el Ipad y 2 teléfonos a cada lado nos hizo sentir que estabamos perdiendo el tiempo? ¿Cuándo?

¿Cuándo el mayor acto de generosidad se ha convertido en parar, sentarnos en un sofá y simplemente escuchar, atentamente, escuchar? Sin tiempo, sin slot, sin teams.

Quizás, por eso ya no comprendemos la diferencia entre oír y escuchar. Porque nos da igual, porque creemos que nos da igual, pero no, a nuestra alma no le da igual. Nada da igual. Todo deja huella.

Oímos mientras chateamos, el reloj vibra y nos envian mensajes, pero no escuchamos, porque no estamos. Estamos pero no estamos y por eso, estamos como estamos.

Perdón por el juego de palabras, pero el que me entiende, lo entiende.

En mis visitas fortuitas al campo, tengo la fortuna de quedarme en casa de una familia donde hay 3 mujeres y un hombre, los 4 estupendos. Durante el día trabajamos, por la tarde noche, después de cenar, nos sentamos y simplemente, estamos, hablamos, nos escuchamos, nos cuidamos, nos curamos, nos queremos.

Hace poco alguien me dijo, ¿Quieres pasarte esta tarde? ¿Qué plan tienes? respondí, simplemente «estar» me respondió.

No puedo imaginar mejor plan. Sí. Estar. Ahora no puedo imaginar nada mejor.

Vivir. Pasar el rato. Charlotear. Compartir. Confesar. Escuchar. Divagar. Cuidar. Cafetear. Flanear. Reir. Llorar. Reir más. Conversar. Discutir. Disentir. Enebrar. Como en los pueblos. Como en las plazas. Como en La Mancha. Como en Grecia. Como en Roma. Como aquí.

¿Cúando empezamos a perder la cordura básica y a reemplazar todas esas necesidades que alimentan el alma? ¿Es posible remplazar lo irremplazable? No lo es. NO lo es.

Echo de menos las conversaciones después de las comidas familiares de los domingos. Ya se han ido todos y ya no estan. Los cine forums después de una buena o malísima peli. Ya no vamos al cine y no quedamos tanto como antes, rectifico, al menos no lo hago yo. Echo de menos los debates cara a cara, donde tienes que medir las palabras o discutir airadamente con amigos con los que discrepas, que son listos y te mantienen a raya intelectualmente.

Lo siento, es posible que sea yo, que con el paso del tiempo he acabado aislándome del mundo, alejándome tanto de todo, que echo de menos eso, el barullo, la palabra, el calor, el humo de las palabras, en calorcito de café con conversación…No tenemos tiempo, de nada.

Quiero contribuir a esa conversaciones, a esas conversaciones de verdad, que sanan las almas, las sanas y las heridas, porque la palabra, sana.

Leyendo «El poder de las palabras» de Mariano Sigman y comenzando a leer la joya «Los judios y las palabras» de Amos Oz, tenemos en nuestras manos un profundo poder que no debemos dejar pasar. Las palabras nos ayudan, nos hacer crecer, nos unen, también nos separan, pero que nos unan mejor y nos curan.

Empezaremos una revolución. La revolución de la palabra, de la palabra que acaricia, de la cercanía, de la compasión, como decía Carmen Bustos en su artículo hace unos días. No sé por donde empezar, pero empezaré una revolución.

La revolución de las conversaciones en el mundo de verdad.

Aun no sé cómo, pero estoy en el camino. Lo sé.

Gracias por leerme. Hoy, más que nunca.